El uso de los medios de comunicación para el control del pensamiento de la población es algo bastante estudiado por investigadores del campo de la psicología y la sociología, y puesta en práctica por los equipos de mercadotecnia, promoción y propaganda de gobiernos, empresas y grupos económicos. Son muchos los autores que han estudiado los mecanismos de creación del imaginario colectivo y control de la opinión pública mediante los medios de comunicación.
Un claro ejemplo es el filtrado de las noticias que los medios de información (desde periódicos a telediarios) realizan. Debido al gran número de personas que lo usan para mantenerse informados, la elección de qué noticias se seleccionan y con qué enfoque se presentan supone un arma de control social de enorme poder: se elige cuales son las noticias sobre las que se va a centrar la atención pública (y en gran medida, la postura u opinión de gran parte de la población sobre ellas), y cuáles van a pasar desapercibidas para la gran mayoría de la población.
Por ejemplo: ¿Cuántas guerras cree que existen en este momento en el planeta?
A la mayoría solo le vendrá a la mente unos pocos nombres de Oriente Próximo (Irak, Afganistán, Israel-Palestina, Siria y alguno más). Básicamente son las únicas guerras que deberían existir, porque son las únicas de las que escuchamos hablar por la tele, ¿no?
Pues no. A día de hoy hay una treintena de conflictos armados en el planeta, más medio centenar de tensiones (situaciones violentas en menor grado), mientras que el HIIK (Heidelberg Institute for International Conflict Research) enumera una veintena de guerras, una veintena de guerras limitadas y dos centenares de crisis violentas en el planeta. No debemos olvidar ni por un instante que se trata de situaciones trágicas de violación continuada de los derechos humanos en las que no debería verse nunca ninguna persona. Adicionalmente, como secuela de guerras pasadas, unos 60 países están minados de armas listas para matar y las armas químicas siguen causando numerosas muertes y secuelas graves.
Es triste pensar que hay más de una treintena de países en guerra a los que no se les considera merecedores ni de cinco minutos de telediario o una noticia a página completa en el periódico al año. Y sin embargo, estos mismos medios nos mantiene informados con una precisión abrumadora de la vida sentimental de los famosetes de moda en la crónica rosa, o de cada comentario que realiza cualquier jugador de fútbol.
¿Por qué? Pues porque estas guerras olvidadas carecen de interés para nuestra política nacional, no sirven como baza para elogiarse el partido gobernante o criticar a los de la competencia en vista a arañarles votos para ganarlos para uno mismo. Más allá, para la macroeconomía o les viene bien ignorarlas o incluso son beneficiosas muchas de estas guerras, ya que los gobiernos, fortunas y empresas de los países monetariamente ricos aprovechan la situación para venderles armas o robarles sin rubor sus recursos naturales (y si algunos pocos de sus habitantes muestran su indignación, siempre podemos llamarlos “piratas” y pedir al Ejército de nuestro país que nos escolten). (Y más allá, si hay paz pero el gobierno no conviene a los intereses de las grandes poderes económicos, o se corrompe para que ceda o se impone su cambio como es habitual por parte del autodenominado Estados Unidos de América, la Francia colonialista o la Europa controlada por el Banco Central Europeo (BCE) y el Fondo Monetario Internacional (FMI)
Apaga la tele y enciende tu inteligencia. Lo que no sale en la tele sí existe. Explora otras realidades que existen
Fijémonos también en la desinformación y el silenciamiento de otras voces que no sean la de los medios de comunicación oficiales europeos cargados de malas prácticas informativas en torno al conflicto RUSIA-UCRANIA. 8 años después del estallido del conflicto en el Donbass ucraniano, volvemos al punto de partida. Produce especial dolor este eterno retorno a la tragedia, y ahora es una farsa tan esperpéntica que resulta muy difícil de tragar; y eso que en cuestiones de política internacional tenemos tragaderas por aquí. Si no, que se lo digan a Javier Solana, que pasó de dar mítines anti Otan a ordenar el bombardeo de Belgrado.
No puede simplificarse el conflicto a una cuestión de gas, rublos y tanques, pues lo que hay en juego se trata en gran medida del control de un relato. La clase política nos mete en una guerra: Boris Johnson se marcha a Kiev para tapar sus fiestas locas en Downing Street. A Biden le falla la memoria cuando quiere decir Afganistán dice Ucrania, perdón, Iraq, porque total, qué más da, y mientras, Pedro Sánchez se hace fotos telefoneando a la OTAN y ofrece Rota y fragatas, pero, como en Bienvenido Mr. Marshall, los americanos vuelven a pasarle de largo y le excluyen de la ronda de negociaciones. Lo más grave es que ya nada de esto nos sorprenda.
En materia de manipulación informativa, tampoco estamos mejor: las guerras no las hacen las historias individuales, sino que deben situarse en la historia y en el análisis geopolítico; nada hay más colectivo que las guerras. Sin embargo, es mucho más efectista narrar un conflicto desde los testimonios, desde la lágrima, el dolor y la empatía. Lo preocupante es que sólo nos llegan las voces de una parte del conflicto, las que interesa amplificar, porque a no ser que saques historias de vidas destrozadas por el exilio y la muerte, nadie va a comprarte que mandes una fragata a un país a 5.000 kilómetros, donde no se te ha perdido absolutamente nada.
El problema viene cuando ninguna de esas historias se sostiene: hemos visto como El Diario rectificaba una noticia en la que entrevistaba a una activista ucraniana que resultó ser nieta de un criminal de guerra de las Waffen SS-Galitzia, la división ultranacionalista ucraniana que desplegó las políticas nazis en el territorio. El Mundo entrevistaba también a Ivan Vovk, un portavoz de la Asociación Patriótica de Ucranianos en España, cuyas redes sociales le mostraban haciendo el saludo nazi rodeado de parafernalia militar alemana; y Televisión Española entrevistaba a unas mujeres mayores en Jarkov como “voluntarias civiles”: lástima que se les colara en plano las banderas con emblemas ultras y nazis del Batallón Azov, el destacamento militar fascista para el que las señoras de bien cosían redes de camuflaje.
La deshumanización de lo ruso ha conducido a estereotipos xenófobos y excluyentes: mafiosos y opacos
Nos están mintiendo: una importante parte de la población ucraniana que más activamente apoya la intervención por la que aboga Washington, Londres y Varsovia pertenece a partidos y movimientos ultraliberales, de extrema derecha o directamente neonazis. Esos grupúsculos fueron financiados y crecieron al calor de la “soft diplomacy” hasta provocar un estallido social de enorme violencia en el país en 2013, en la plaza de Maidán.
Nos están mintiendo: los malos no son tan malos ni los buenos, intachables. No queremos sonar equidistantes, ni tampoco a un planfleto pro Kremlin-Pekín, pero hemos de reconocer que la rusofobia está inserta en el corazón de la Unión Europea. Es incluso anterior a la Unión Soviética: las crónicas de Luca de Tena en Moscú a principios del siglo XX ya estaban cargadas de odio a todo lo ruso; y después Vallejo Nájera, nuestro Menguele patrio, dedicó tiempo a estudiar el gen rojo señalando a las rusas como “furia y repulsión”, por ejemplo. La deshumanización de lo ruso (incluida la población étnicamente rusa mayoritaria en Donbass y Crimea, con toda la diversidad de posturas en su seno) ha conducido a estereotipos xenófobos y excluyentes. Este silenciamiento activo de sus identidades es cuanto menos, injusto. A nivel político, la brecha idiomática y cultural limita la información que opera desde estos territorios: poca gente sabe que Donbass fue el seno de una milicia popular y de un proyecto político socialista arrasado por sus propios aliados. Tampoco es que a nosotras nos hayan dejado contarlo.
Nos están mintiendo: no se trata solo de gasoductos, de oligarcas, clanes e inversiones, o de escudos antimisiles. Se trata de dominar unas narrativas en torno al control de una región y lo que simbólicamente significa en nuestra historia. Pensémoslo bien: ¿puede permitirse una guerra una Ucrania al borde de la recesión? ¿Quién querría semejante socio europeo? Del mismo modo, ¿Qué ganaría Moscú confrontando con el Oeste cuando toda su artillería diplomática está orientada hacia China? Preguntémonos pues, qué intereses hay en recuperar el relato de un occidente democratizador (soft imperalism),y de una OTAN fuerte en medio del declive de la hegemonía euroatlántica. Desde luego, al menos en Donbass, pero con Trump estaban mejor.
Nos están mintiendo: haya o no conflicto, lo peor no está por llegar, porque hace años que ha llegado. Miles de muertos. Millones de refugiados. Poblaciones condenadas a esperar una restauración post conflicto. Un estado fallido. Una economía sumergida entre clanes y oligarcas de todo signo que ahoga a la población civil, sobre todo, a las mujeres, convertidas en carne de la industria sexual.
Nos están mintiendo: la cobertura de un conflicto no puede dejarse en manos de Risto Mejide y de los teletipos de cuatro agencias internacionales del relato de conveniencia, el de Biden, la democracia teledirigida y las fragatas.
La maquinaria propagandística hace su parte, los intereses geopolíticos la suya. Desde el pensamiento crítico frenemos esta escalada de mentira y de manipulación y seamos críticos con este planteamiento. Porque hoy vuelve a ser Ucrania, pero bien sabemos que otras veces son verdades más cercanas las que se ahogan en la infoxicación y en la falsa economía de la atención.