Las personas tenemos siete grandes emociones. Cuatro las denominamos primarias, ya que se relacionan con respuestas muy rápidas y automáticas: la ira, la alegría, la tristeza y el miedo. Y también tenemos otras tres secundarias, más serenas como la sorpresa, la vergüenza y el asco.

Luego, también tenemos emociones más avanzadas, producto de ir mezclando diferentes emociones primarias, y que pueden llegar a convertirse en sentimientos, como el optimismo y  la decepción, la sumisión y el desprecio, el temor y la agresión, y como no, el amor y el remordimiento.

El hambre emocional: comerte la vida

Me pregunto, ¿dónde está esa emoción de querer comerte la vida?, es decir, tener hambre de vida.

La percibo personalmente como una emoción nueva y diferente, por supuesto, de las llamadas avanzadas, puesto que combina cierta alegría, con cierta ira “positiva” y hasta porqué no, una cuota de miedo. Se trataría de tener un enorme deseo de tener nuevos retos y desafíos con las ganas de cumplirlos con el solo objetivo de superarse a sí mismo, provocando que lejos de estar perdiéndote la vida, la vives a cada instante con apasionamiento.

Así que, no es ese comerte la vida entendido como que “todos los días sale el sol”, sino que es un hambre más resiliente, de seguir adelante con el coraje y la voluntad necesarios como para persistir disfrutando del mismo viaje, aun con el temor de las sorpresas que nos vamos a encontrar. Pero ese hambre emocional supera el miedo, nos lleva a tener una vitalidad y energía inusual, es un hambre basado en el inconformismo, y de amor a uno mismo, a nuestros compañeros de viaje y al mismo significado y experiencia del propio viaje. Una nueva emoción al menos en mi vocabulario: el hambre vital.

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